Estoy boca arriba en la cama. Mi nueva cama. Es, al final, una cama de adulto. Ancha, con espacio, sábanas suaves y adaptada a mi delicada espalda.
Yo siempre lo he dicho, llegamos a la madurez cuando ya no queremos una cama lo más larga posible porque queremos crecer y ser altos, sino cuando queremos una cama lo más ancha posible para poder tener compañía y estar a gusto.
Se escucha el mar ligeramente a través de la ventana abierta. Estamos a 600 metros de la playa pero si hay suerte, en noches como esta, se oye.
Estás a mi lado, mirándome. Tu brazo está en mi barriga. La que dices adorar pese a que yo la deteste. Cuando te miro yo, sonríes. Te pregunto por qué; me contestas que porque ves mis ojos. Sonrío sin decir nada y voy al balcón. Se ve al horizonte una mancha negra.
Se adivina que es el mar que tan bonito se ve de día y que tan bien suena de noche. Se adivina el tocar la arena, pasear a la luz de la luna a la orilla, mojándose los pies ligeramente. Todo contigo a mi lado.
Tus brazos me rodean. Posas tu mentón sobre mi hombro. Me susurras: ven a la cama, quiero que hagamos el amor oyendo al mar.
Me coges la mano y me tiras lentamente hacia la cama y yo me dejo.